Tenía 16 años. Tan pronto llegaron las vacaciones comenzó a rogarle a su mamá y a su hermana mayor que le dieran dinero para el boleto de autobús a la capital del país... quería visitar a sus tíos, quedarse en la casa de otra de sus hermanas, que vivía allá; jugar con sus sobrinos, pasar las vacaciones en la gran ciudad que no dejaba de impresionarlo. Recorrer sus largas avenidas en camión, probar nuevos sabores, mirar hipnotizado las multitudes, la gran cantidad de carros que avanzaban, por momentos veloces, por momentos a vuelta de rueda al toparse con un gran congestionamiento.
Finalmente lo consiguió y tras una noche viajando en autobús, la Ciudad de México lo recibió muy de mañana, con un clima muy fresco y el aire con olor a humo y combustible.
Por esos días llegó también Rafael, su primo, quien se había casado con una mujer del sureste y se había ido a pasar unos días con su familia política. Regresaban a su casa, acompañados de su pequeña hija de meses y de Marilú, la hermana de ella, justamente también de 16 años. Pero antes pasaron a visitar a los padres de él. "¡Quihúbole primo, qué gusto que estés acá! ¿No te quieres pasar unos días en mi casa? Está en las afuera, es como un pueblito y mi casa está en medio de un terreno con muchos árboles, ¡te va a gustar! Él no lo dudó ni un momento.
Horas más tarde llegó admirado a la casa de Rafael, una casa muy bonita y espaciosa ubicada al sur de la ciudad, pero lo mejor de todo era que desde el comedor, a través de un inmenso ventanal que casi cubría una de sus paredes, se apreciaba la belleza del terreno lleno de árboles y plantas hasta donde alcanzaba la vista. Era de noche, así que se prometió recorrer todo el lugar a primera hora de la mañana.
Cenaron algo ligero, y al terminar, Rafael le comunicó que él y su esposa se irían al cine, pues hacía mucho que no salían por estar al cuidado de su pequeña hija. Así que ahora que contaban con la presencia de los dos jóvenes para hacerse cargo de la niña podían finalmente irse a distraer un rato.
Poco después se encontraba en una habitación de la casa, sentado en la orilla de una cama viendo la tele, hipnotizado, mientras Marilú, a unos cuantos pasos, le daba el biberón a la nena. Ella se había mantenido distante y silenciosa todo el tiempo desde que se la presentaron; a sus preguntas contestaba con monosílabos o simplemente no contestaba. Le pareció muy extraño, pero no le preocupó demasiado. La pantalla del televisor captaba más su atención.
En poco tiempo la niña dormía profundamente en su cuna y Marisol vino a sentarse junto a él, sin decir una palabra. Él apenas le prestó atención: intentar hablar con ella era inútil, así que siguió viendo la televisión.
Todo sucedió tan intempestivamente que apenas se dio cuenta de lo que estaba viviendo... aquello era increíble, algo que jamás hubiera imaginado... ella empezó a acariciarlo por encima del pantalón, y su joven sexo, con la briosa potencia de su juventud, se endureció y se irguió instantáneamente como si tuviera vida propia y reclamara salir de la prisión de la ropa. Ella le bajó el cierre y lo dejó libre, enhiesto y poderoso.
Acto seguido, con un ágil movimiento se alzó la falda y montó prontamente ese vigoroso corcel. Él apenas podía seguir el curso de los acontecimientos, pues la sorpresa y el placer nublaban sus sentidos mientras ella se agitaba frenéticamente, aprisionando el falo anhelado entre la humedad de su sexo, cabalgando más y más rápido hasta que él sintió que se desbordaba entre olas de placer indescriptible. Tan intempestivamente como había empezado todo, ella se levantó, arregló sus ropas y volvió a sentarse en total silencio, como si nada hubiera ocurrido. Ahora quien no podía articular palabra era él, rebasado por esa vorágine de emociones mientras su corazón seguía palpitando aceleradamente.
No supo cuanto tiempo pasó, su mente seguía nublada cuando llegaron Rafael y Lilia, muy contentos, preguntando si la pequeña no había dado lata. Ya era tarde, lo condujeron a su habitación y le desearon las buenas noches, pero él apenas pudo dormir. Mientras repasaba cada momento, sentía una felicidad que jamás imaginó.
A la mañana siguiente se olvidó del recorrido por el bosque cercano. Lo que quería era verla de nuevo, hablar con ella, aunque tal vez su timidez no se lo permitiría. Pero ella evitaba su presencia y hacía caso omiso de sus intentos de iniciar una conversación. Su mirada lo traspasaba, haciéndolo sentir invisible, inexistente. Horas más tarde, Rafael lo llevó a la casa de sus tíos.
¿Qué era eso que sentía en su corazón, en su cuerpo? No lo sabía, era algo totalmente desconocido. No podía describirlo, lo único que deseaba que aquello volviera a ocurrir, una y otra vez, todas las veces posibles, no podía pensar en nada más. El resto de sus días de vacaciones no la volvió a ver. Antes de regresar a su terruño, le pidió a su hermana que le consiguiera el número de teléfono de ella, su dirección, sus datos... a Juana le divirtió mucho que le pidiera eso, pero le prometió que lo haría.
Cuántas llamadas hizo, en aquellos años en que hablar por teléfono a larga distancia era carísimo. Su hermano mayor lo regañó mucho cuando llegó la factura, pero él aguantó la andanada en silencio, triste y frustrado porque en ninguna de esas llamadas había logrado que le contestara. Siempre respondía su mamá o alguna de sus hermanas, diciendo que no estaba, que se acababa de ir, que estaba ocupada y no podía contestar.
Las cartas, igual. Nunca supo si las recibió o no, pues jamás obtuvo contestación. Desconcertado, herido, pasó días y semanas con una tremenda obsesión que lo alejó de la escuela, de sus amigos, de la diversión de su juventud. Que lo hizo llorar. Que le rompió el corazón. Hasta que el tiempo, bendito tiempo, hizo que esos breves momentos de dicha y placer quedaran cada vez más lejanos. No volvió a saber de ella.
Más de cuarenta años después, ella le envía una invitación de amistad por Facebook. Su primera reacción fue de coraje. ¡Cómo se atrevía, la canalla! ¿Acaso ignoraba cuánto dolor había causado a su pobre corazón con su desdén, con su silencio obstinado? Estaba loca si pensaba que aceptaría su invitación. Ya le mandaría decir unas buenas con aquella pequeña que ahora era toda una mujer... pensó en todo lo que le diría, calculó cada palabra... pero nunca lo hizo. No tenía caso. Mejor que nunca supiera todos los días y semanas de dolor con los que había pagado esos breves instantes del placer de la primera vez.