sábado, mayo 09, 2009

Aerofobia


Nunca había hablado de este tema, pero tengo un miedo tremendo a volar en avión. Siempre lo evito a toda costa, pero cada vez que tengo que hacerlo, sufro tremendamente porque mi ansiedad va creciendo según el aparato empieza a taxear por la pista cada vez a mayor velocidad, y si justo después de despegar hace un giro para cambiar el curso, casi casi se me sale el corazón.
Descanso un poco cuando el avión llega a su máxima altitud y avanza serenamente entre las nubes, pero no puedo relajarme del todo porque estoy a la expectativa de que nos encontremos con una turbulencia. Aquí sí mi terror es total, nada más porque soy muy civilizado no me pongo a gritar como loco. Lo que hago es pronunciar todas las oraciones y mantras que conozco, versículos de la Biblia, afirmaciones, lo que sea.
Antes de subir al avión me trago un cuartito de algún tranquilizante como Paxil, Tafil, Rivotril o el que consiga. Cuando empieza el taxeo, otro. En la turbulencia, otro. Me he llegado a atiborrar dos pastillas completas, que me hacen en el aire lo que el viento a Juárez, incluso acompañadas con dos cervezas que exijo apenas salen las azafatas con el carrito.
Eso sí, una vez en tierra y reprimiendo mis deseos de besar la tierra como Karol Wojtyla, el efecto llega de improviso y ahí ando bien pacheco por el aeropuerto y en la ciudad a la cual me toca visitar.
No siempre fue así. Recuerdo que mis primeros vuelos por avión los disfrutaba mucho. Sin embargo, en 1997 viajaba de París a Houston cuando el aparato de Air France entró en una zona de turbulencia sobre el Atlántico. Fue tremendo. El avión se sacudía a más no poder.
Increíblemente, esto duró más de una hora. Se calmaba por breves momentos, pero luego reiniciaba. De repente el avión se desplomó varios metros o kilómetros ante la gritería generalizada; luego se detuvo, empezó a ganar altura poco a poco y rájale, nuevo desplome.
No es necesario decir que la gente estaba histérica. Las aeromozas tenían una cara de pánico y no contestaban a las preguntas de los pasajeros. Estos empezaron a pedir galletas, refrescos, comida, todos al mismo tiempo, y como no los atendían tomaron por asalto la cocina.
Les juro que vi gente cargando charolas completas de galletas, un tipo se aprovisionó de cuantas cervezas le cupieron en las dos manos. Haciendo caso omiso de los letreros, muchos se pusieron a fumar en sus asientos. Ante la imposibilidad de hacer guardar el orden, las aeromozas se fueron a sentar tranquilamente en sus banquitos. Fue horrible.
Llegué a Houston en un estado de nervios tremendo, y enseguida me esperaba todavía el vuelo Houston-Monterrey, en un minúsculo avión que el aire zarandeaba a su antojo. Cuando aterricé en mi tierra querida lloré de emoción y alivio.
Al regresar a trabajar, forzosamente tenía que continuar mi rutina de volar a México o Guadalajara temprano el lunes por la mañana, y regresar el jueves o el viernes. Yo que no sudo aunque haga un calorón de más de 40 centigrados, quedaba con la camisa empapada apenas entraba al avión. En el regreso, llegaba temprano al aeropuerto para empinarme cuando menos tres jaiboles, pero parecía que tomaba agua pura, pues no me hacían ningún efecto.
Lo irónico es que me fascina viajar. Un tiempo renuncié a hacerlo, pero luego seguí viajando, evitando a toda costa los aviones. Entre mis locuras están viajar en automóvil yo solo desde Monterrey hasta Cape Coral, Florida, y también un viaje en Greyhound (cambiando varias veces de autobús) desde Monterrey hasta Toronto, Canadá.
Este viaje lo disfruté muchísimo, vi muchos paisajes de los Estados Unidos y platiqué con muchos pasajeros, pues tengo la particularidad de que los desconocidos se me acercan y me empiezan a contar su vida.
Con el tiempo decidí que tenía que vencer ese miedo volviendo a viajar en avión, así que he vuelto a hacerlo varias veces; el pánico se ha convertido en miedo, pero no ha desaparecido del todo a pesar de que he probado todos los remedios habidos y por haber.

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