miércoles, marzo 24, 2010

El Conejo

Corría el año de 1978. Era yo un chamaco de apenas 12 años, y cada mediodía después de comer me subía al camión para ir a la secundaria. Durante el camino, escuchando su potente motor, imaginaba que era yo quien conducía. Asomaba la cabeza por la ventanilla para ver los carros, hasta descubrir el que llamaba poderosamente mi atención.
El Chrysler Le Baron 1978. Cada vez que aparecía uno me emocionaba, y cerrando los ojos me veía manejándolo, suavemente o a toda velocidad, sentado como rey en sus cómodos asientos de terciopelo y disfrutando el aire acondicionado. Era un sueño que terminaba al bajarme del camión, pero sólo para recomenzar al día siguiente.
Casi 10 años después, recién graduado encontré un empleo excelente, en el que a los pocos meses me ofrecieron comprarme un auto usado, el que yo quisiera. Ni lo pensé, simplemente me puse a buscar al que bauticé como El Conejo, blanco con interiores azules. Mi sueño hecho realidad.
Desafortunadamente, era yo tan inocente que caí en las garras de un pillo, quien pretendió venderme un auto que no tenía papeles y no debería haber sido vendido por estar sujeto a un embargo. Yo estaba tan feliz que creí en su palabra: “déjame el dinero y llévatelo, mañana vienes por los papeles”.
Volverlo a encontrar fue toda una odisea, pues se escondía; después de un mes le caí de sorpresa y le exigí que me devolviera mi dinero, pero me dijo que eso no era posible y a cambio me ofreció que me llevara cualquiera de los autos que tenía en su lote. A regañadientes elegí un Dodge Magnum 1981, que después disfrutaría mucho por su gran potencia y comodidad, pero no era el carro con el que había soñado desde niño.

Dice Doña Esther que un buen día, hace ya muchos años, Don José llegó del trabajo, estacionó su auto en la cochera y jamás lo volvió a encender. Ahora luce lleno de polvo y sus llantas están destrozadas, pero cuando me subí noté que por dentro estaba intacto, el contador de kilómetros se quedó en 40 mil.
Me quedé un largo momento sentado en su interior, soñando otra vez, viéndome recorrer las calles y atrayendo miradas de admiración. Después salí y observé su carrocería, de color blanco, descubriendo maravillado que no le falta una moldura, ni un foco, nada. Se quedó detenido en el tiempo.
Ella desea que su esposo se deshaga del auto para poder despejar la cochera, atiborrada de chácharas. “Convénzalo, dígale que le interesa mucho”, me sugirió. Pero don José, aunque estuvo muy amable y me compartió de su tequila, cambió el tema las tres veces que lo mencioné. Era la primera vez que estaba yo en su casa, así que decidí no insistir para no molestar a mi anfitrión.
Pero pienso regresar pronto a Tampico.

2 comentarios:

  1. Que ternurita El conejo, me dió ternura tu relato, te imaginé de jovencito en tu carro.


    Te dejo un abrazo.

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  2. Que bonito post, aunque veo a don jose sin ganas de venderte el carro ja ja ja, pues ojala y se convenza de hacerlo.
    Un saludo

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