Corría el año de 1978. Yo tenía 12 años y miraba caricaturas
por televisión, pero hubo un comercial que llamó tan poderosamente mi atención
que hizo que me olvidara del oso Yogui, del Correcaminos y de todos los demás
personajes: era el anuncio del flamante Chrysler Le Baron, cuyas bondades
describía con recia y elegante voz el actor Claudio Brook.
Se convirtió literalmente en el auto de mis sueños. Cerraba
los ojos y me veía sentado cómodamente en sus asientos aterciopelados,
empuñando suavemente el volante y conduciendo a gran velocidad con sólo apretar un poco el acelerador. Bajaba y subía las
ventanillas con sólo oprimir un botón, qué gran maravilla. Los transeúntes y
los conductores de los demás autos admiraban la elegancia de mi Le Baron, pero
yo apenas volteaba a mirarlos.
La realidad era que, junto con mis compañeros de secundaria,
abordaba todos los días un camión Ruta 18 para ir a la escuela , y en lugar de
utilizar los asientos como toda la gente, corríamos hasta la parte trasera y
nos peleábamos para ganar un lugar sobre la cubierta del motor, observándolo
todo desde las alturas de nuestra posición privilegiada.
Se trataba de unos camiones Metrobus muy modernos, que habían dejado atrás a los tradicionales
camiones “trompudos” con motor al frente; además de que eran más grandes y
estéticos, ¡su transmisión era automática! Yo entonces no sabía nada de
transmisiones ni motores, pero cómo me encantaba escuchar el sonido del
poderoso motor y la secuencia repetitiva y predecible de sus cambios automáticos.
A través de las grandes ventanas del camión observaba los
autos que circulaban por las calles, de pronto distinguía un Le Baron y
empezaba a soñar que era yo quien lo conducía. Y fue así todos los días…
durante mucho tiempo.
Pasaron casi 10 años. Yo había entrado a trabajar a un gran
periódico, y como mi puesto requería que tuviera un automóvil, me ofrecieron un
préstamo sin intereses para que yo me comprara alguno de modelo no tan reciente,
a condición de que los papeles del mismo quedaran a nombre de la compañía hasta
que yo terminara de pagar mi deuda.
Muy pronto encontré, claro, un hermoso Le Baron 1978 de
color blanco, con un toldo de color azul celeste que cubría la mitad de su
capacete, elegantes y acojinados asientos de “velour” también de este color,
aire acondicionado, ventanillas y seguros eléctricos, asiento con controles
eléctricos multi-posición, frenos de potencia y transmisión automática con
cambios en la columna, como todos los carros de lujo. Mi sueño hecho realidad.
Qué iba a saber en ese entonces de las cosas que se deben preguntar, de las
revisiones que se tienen que hacer al momento de comprar un auto. Era un
ingenuo jovencito de 21 años… y solamente dije “lo quiero”.
Y me dieron casi todos los papeles. Casi, porque faltaba el
más importante: la factura, pero no me preocupé demasiado pues el vendedor me
prometió que me la daría en un par de días; la verdad yo estaba impaciente por
salir del lote de autos usados, tenía que presumir mi carro, mostrarlo a todo
el mundo, y mientras conducía suavemente por las calles sentía una felicidad
embriagadora y desbordante; aún la puedo sentir si tan sólo cierro los ojos.
Poco me duró el gusto. Muy poco. El pillo vendedor me empezó
a dar largas para la entrega de la factura, que mañana, que el lunes, que la
próxima semana… y mientras tanto el contador
de la empresa me llamaba a cada rato para que entregara el documento, o les
regresara el dinero.
Qué angustia: el
contador correteándome a mí y yo correteando
al vendedor. Éste dejó de contestar mis llamadas, y se me escondía
cuando iba
yo a buscarlo al lote de autos… conseguí la dirección de su casa y allá
fui a buscarlo, su madre mintió diciéndome que no estaba ahí. Me cansé
de esperar a que "regresara".
Hasta que lo encontré en el lote y le exigí que me diera la
factura o me regresara mi dinero. Y se negó. Me confesó que el auto estaba en
un proceso de embargo y que no podría entregar la factura hasta en tanto no se
resolviera el pleito legal.
Sentía que la cabeza me iba a estallar. Más cuando
cínicamente me dijo que no me iba a devolver el dinero… seguí insistiendo, y la única solución que me
daba era que devolviera mi hermoso Le Baron y escogiera cualquier otro carro de
su lote, de precio similar. Comprendí que era realmente mi única salvación y
empecé a revisar los autos que ahí había. Me decidí por un Dodge Magnum 1981 de
color negro, y fue así como devolví mi blanco Le Baron. Ay, ni una foto me tomé
con él.
El Magnum… no, no era el carro con el que yo hubiera soñado.
Para empezar, a mí no me gustaban los autos deportivos, prefería los “de lujo”.
Y esa pintura negra… no era la original, y esto era más que evidente, le
faltaba lustre.
Admito que al principio no lo quería, pero después me
enamoré de él. Su sistema de aire acondicionado convertía a la cabina
literalmente en un congelador, una maravilla para los calores de Monterrey. No
tenía ventanillas eléctricas, pero a cambio tenía un motor aún más poderoso que
el del Le Baron; además, también era automático, aunque su palanca de cambios
se encontraba en la consola central. Recuerdo que reparaba como un brioso
caballo con apenas un ligero apretón del acelerador. Con el Magnum aprendí a
manejar en carretera, y vaya que era una delicia.
La mejor anécdota de mi Magnum es que, alocado como siempre
he sido, un día se me ocurrió que mi madre debería manejarlo. Ella, que jamás
en su vida había se había puesto al volante de un auto, se puso algo nerviosa,
pero aún así no dudó en complacerme. Así que le di una clase de manejo de 5
minutos y nos fuimos al lecho del río Santa Catarina. Aclaro que este es un río
más o menos amplio que atraviesa la ciudad, y que casi todo el año está seco,
por lo cual antes era muy utilizado por las personas que querían aprender a manejar.
Repasé las instrucciones con mamá: “pisas este pedal para
que camine el carro, y luego este otro para que se pare, agarras el volante
para que se vaya derecho y lo giras para que dé vuelta el carro”. Y cambiamos
de lugar: ahora yo era el copiloto y mamá la intrépida conductora.
Mi mamá empezó a acelerar, primero suave, tímidamente,
después con más fuerza… y el auto empezó a avanzar, veloz, aunque no muy
derecho que digamos… de pronto, “frena, mamá, frena….” y a mamá se le olvidó
cómo parar el carro… le indiqué cuál pedal tenía que pisar y lo hizo, nada
suavemente, y los frenos de potencia funcionaron con tanta perfección que casi
nos estrellamos en el parabrisas. Repuestos del susto, le dimos una vuelta más,
bueno, varias vueltas más…
No lo podía creer: ¡mi mamá había manejado mi Magnum 1981!,
y para no haber conducido jamás en su vida, no lo hizo nada mal. Estoy seguro
de que, al igual que yo, ella también disfrutó la descarga de adrenalina de
esta emocionante aventura. Ay, cómo lamento no haber tomado fotos, o un video,
pero entonces no existían los celulares, mucho menos los que tienen cámara. Sin
embargo, esos breves y emocionantes instantes en los que mi mamá condujo mi Magnum como
el más audaz de los pilotos de carreras permanecen imborrables en mi memoria y en
mi corazón.
Very nice story. So, after her adventure in the Magnum, did your mom go on to get her driver's license?
ResponderBorrarThanks for reading, I'm glad you enjoyed. And about Mom, no, she never drove a car again. That was the only time she sat behind a wheel and I'm sure she did it just to please her crazy and beloved son.
BorrarFijate compadre, yo me acuerdo mucho de un comercial con Don Claudio Brook, era de la Chysler, decia algo asi: ven viento violento y no me acuerdo que mas, pero anunciaba un auto, se me quedo grabado y lo he buscando en youtube y no lo encuentro, snif...
ResponderBorrarYo también lo recuerdo, debe haber sido el comercial del New Yorker o del Phantom, pero al parecer no hay nada en Internet. Ojalá después lo suban. Saludos.
BorrarQué post divertido! Y me gusta la foto de ti por encima del carro. Qué guapo te veías!
ResponderBorrarSaludos,
Kim G
Boston, MA
A donde me encantan los carros Británicos de los años sesenta.
¡Muchas gracias! Creo que ha gustado mucho la foto, debí haberme dedicado a trabajar como modelo.... jajajaja. Un Abrazo.
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