lunes, noviembre 03, 2008

Día de Muertos en la Tierra del Mole y el Chocolate


Todo un deleite a mis sentidos fue mi viaje a Oaxaca. Estoy de regreso, pero cierro los ojos y sigo viendo las altas cúpulas de las iglesias, el amarillo de las flores de cempasúchil por doquier, los brillantes colores de los vestidos y rebozos de las mujeres indígenas, los cielos tan azules, la Catrina desfilando por el Zócalo vestida de morado y negro. Mi olfato recuerda esa mezcla de aromas: chocolate, mole, varitas de vainilla, nubes de copal en los puestos del mercado. Todavía paladeo el sabor de las tlayudas, la cecina, el mole negro, el pan, las quesadillas y molotes, las tortas de tamal. Y por encima de los ruidos habituales escucho los pregones en el mercado: “tlayuda”, “hay jícamas”, “prueba el quesillo, güero”, ¿me compras esta camisa?”.
Finalmente pude estar presente en esos lugares maravillosos que me cautivaron desde que supe de ellos a través de los libros de la escuela: Monte Albán, Mitla, la iglesia de Santo Domingo, el Árbol del Tule. La tierra del presidente Benito Juárez. Oaxaca superó mis expectativas y me hizo sentir una gran alegría de ser mexicano. Disfruté cada minuto de mi estancia en este lugar que ahora me parece el más representativo de mi país. Oaxaca es México.
Después de habernos instalado en un hotel de la calle Mina, recorrimos un poco las calles que rodean al Zócalo y luego seguimos las instrucciones de los lugareños para llegar al cercano pueblo de Santa María del Tule, donde se encuentra el famoso ahuehuete monumental de más de 40 metros de altura, que ha dado sombra y belleza al lugar desde hace más de dos mil años. Cuánta historia nos podría enseñar este gigante. Mientras caminaba en derredor suyo, dejé que sus ramas acariciaran mi cabeza y me transmitieran su amor y su energía.
Hay muchas iglesias en Oaxaca. Yo visité la Catedral, la Basílica de la Soledad y otra cuyo nombre no recuerdo, pero la más hermosa que conocí fue el Templo de Santo Domingo, cuyo interior ricamente labrado y decorado me dejó maravillado; es tanta la profusión de adornos y detalles artísticos de hermosos colores que la vista simplemente se cansa.

El segundo día tuve la dicha de conocer ese sagrado lugar que es la zona arqueológica zapoteca de Monte Albán, una de las primeras ciudades de Mesoamérica. El museo de sitio exhibe unas estelas maravillosas, además de tumbas y otros ricos objetos. Pronto salí de ahí, ansioso por admirar la Gran Plaza, que recorrí descalzo; aprecié el área del Juego de Pelota y subí varias veces las escalinatas de sus edificios hasta quedar sin aliento. En lo alto se respiraba una quietud incomparable, ideal para cerrar los ojos e imaginar cómo habrá sido aquella civilización.
Un poco después llegamos a la siguiente parada de nuestro itinerario: el pueblo de Mitla, dondé abordé un mototaxi que me llevó a la zona arqueológica. Si bien no es tan extensa ni tan impactante como Monte Albán, tuvo en mí un efecto fascinante, especialmente porque tuve la oportunidad de descender a unas tumbas ubicadas bajo los patios, a las que accedí avanzando en cuclillas. Respiraba con dificultad, no sé si por la emoción de encontrarme en ese lugar o por el aire enrarecido y húmedo de su interior.
La visita fue rápida, pues ya era tarde y empezaba a oscurecer. Aún sabiendo que llegaríamos de noche, continuamos el recorrido hacia el sitio denominado Hierve el Agua, que es una zona de manantiales de aguas no termales aunque fuertemente efervescentes. Pues eso se quedará para una siguiente visita, ya que después de un largo recorrido por caminos de terracería en plena sierra, nos encontramos con las puertas cerradas y nos vimos precisados a emprender el retorno. Lo que nunca olvidaré es la gran oscuridad del lugar y la belleza de esos remotos caseríos, en cuyas calles aparecían de repente hombres y mujeres cargando grandes cantidades de flores de cempasúchil que evidentemente habían ido a cortar a los campos para venderlas o bien para adornar sus propios altares de muertos.
Sin haberlo planeado, mi visita a Oaxaca ocurrió en una de las mejores épocas del año, por ser la tradición del Día de Muertos una festividad muy importante y significativa que atrae a turistas de todo el mundo. Como soy norteño, yo crecí acostumbrado a la costumbre del Halloween, una festividad totalmente ajena a nuestras raíces mexicanas, y por ello las tradiciones de los altares, las calaveras de dulce y las ofrendas que son típicas en el sur de mi país me resultaban incomprensibles y lejanas.
En este viaje me estremecí de emoción al darme cuenta de la grande importancia que reviste esta fecha para los oaxaqueños. Por donde quiera que miraba había puestos con venta de flores de cempasúchil, y la gente hacía fila en las moliendas de mole y chocolate para preparar los alimentos que ofrendarían a sus muertos, tanto en los altares preparados en sus casas como en los camposantos.
Algunas personas creen que sus familiares que han muerto regresan en este día, para hacer una breve visita, y por ello los reciben con los alimentos que más les gustaban en vida, así como frutas, pan, dulces y mezcal para los mayores.
Propios y extraños admiran los espectaculares altares que lucen varios comercios del centro, decorados con miles y miles de flores amarillas y rojas, así como alfombras hechas de pétalos. Yo pude presenciar un desfile de niños vestidos y pintados como calaveras, que marchaban al ritmo de la música de una banda tradicional; no podía faltar la Catrina, esa enigmática mujer vestida de negro y morado, con un gran sombrero y muchos velos ocultando su cara pues representa a La Muerte.
Como todo, mi breve visita llegó a su fin. Un apacible viaje sobre nubes de algodón, y en pocos minutos vuelvo a estar en mi tierra, más mexicano que antes, con el corazón contento y enamorado de Oaxaca de Juárez.

1 comentario:

  1. que padre , hasta me dan ganas de visitarlo como lo describes jeje, saludos

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